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Pensamientos de un jinete sobre un caballo negro

  • Por Daniel Santa Isaza

    I

  • El beso de una prolongada despedida fue lo último verdaderamente memorable que sucedió a mis pies. Ocurrió el lunes, a la última hora de la tarde, justo cuando el sol se desangra a mis espaldas en estrías de fuego o lampos de luz; una tarde común y liviana, parecida a todas aquellas que he visto ya hundirse en el negro horizonte durante los últimos 56 años. Seguí el hecho a detalle: la tibia estrechez del abrazo, la susurrada insinuación, el rubor juvenil, el te amo, Andrés, el beso. Vi, por entre la capa de mis lanceros, a un niño persiguiendo en círculos a otro, un vigilante catando a intervalos el magnífico reloj de la catedral, un mimo arrastrando los pies detrás de un anciano desventurado, un borracho danzando, un perro en su huida. Cercano a mi oído, como un eco de siglos, catorce golpes de falsa campana rompieron el ámbito. La mustia canción de un cafetín, canción de amores al fin de cuentas, me hizo volver en razón para ver a mis pies, bajo la negra papada de mi caballo, a los sobrios enamorados. Te amo, ratoncita, respondió él antes de darse la vuelta y caminar, sin quererlo, hacia la esquina derecha. Ella, la ratoncita, apenas se sostuvo allí, siguiéndolo con la mirada, amándolo, extrañándolo desde ahora, observando de cuando en vez al alrededor: el murmullo de la ciudad, el pregón de los helados, el aleteo de un enjambre de palomas, la vida, lo noche primigenia.

    II

    Si yo, en la plena razón de mi heroísmo, hubiese sabido que un sable vendría a zanjarme la vida, me hubiera dejado arrastrar por los pétreos cuchillos del amor. Hubiera, quizás, lanzado a un rincón mis charreteras, cambiado mis botas, envainado mi arma y de golpe espueleado a mi negro caballo hasta el llano, la breve colina o la casa real en que, empero, vivía Manuela o aquella británica joven: mi Fanny. Un pretexto, una excusa: cualquier artilugio del sentimiento o la sinrazón me hubiera bastado para ser, no un héroe de Patria, sino uno del amor. Hubiese besado, como Andrés, como tantos otros, alguna boca soñada a la sombra de una estatua, y no los labios dantescos de la muerte que supo consumarse en mi breve y huraña humanidad la remota mañana del 17 de octubre de 1829. Y yo, que me juzgaba glorioso e inmortal, no era otra cosa que un alfil, un peón de la historia, porque el tiempo, el más endeble de los acertijos, acabó por empotrarme en este caballo de eterno relincho, este amuleto de músculos tan distinto a El Inca, condenándome a la envidia perpetua de los besos prolongados que los novios entretejen cada tarde ante mis ojos, a mis pies, a la hora singular en que el sol se desangra a mis espaldas.

    III

    He oído, a lo sumo, 61.320 misas con este perfil de libertador. Sol a sol, año tras año; son un zumbido en mi cráneo de bronce, un silogismo de voces, un batallón de rezos que los lanceros, aún inmóviles bajo la capa de mi negro caballo, ya han aprendido a padecer. Y he visto el artilugio militar del Ejército de la Patria izando banderas a mi diestra, la caterva uniformada de colores, la zambra electoral, las protestas. No me lamento, pero en el fondo, cuando se apaga en la noche el bullicio y un terror de brumas suspende en el aire las luces rojizas y el tono muriente, siento que bulle en mi centro frío todo el peso de la soledad, la resignación, el negro oleaje del tiempo, la triste fatalidad de ser no más que una masa sin huesos ni sangre, la tentativa de un hombre, un grafismo, una ilusión. Prolongan mis ojos la noche, espanta los sueños mi brazo extendido hacia el cielo: no duermo, no reposo. Soy fachada y recuerdo, la sombra de una gloria demasiado vieja para ser comprendida. Soy nido de palomas, amigo del aguacero, cobijo de harapientos, emblema de turistas. Córdova soy, y veo desde mi altura una patria descabezada, un árbol deshojado de heroísmo: la utopía que nunca fue.

    IV

    Tengo una leve sospecha: el vigilante que cata a intervalos el magnífico reloj de la catedral lleva enredado en el alma un dilema más que reconocible. Todos los lunes, que son para la gente como un presagio de la desdicha, aparece con el rostro mudado, notoriamente melancólico, y deambula en círculos imaginarios bajo esta peana de concreto, como las palomas. Mira a todas partes y a ninguna. Se persigna, cruza los brazos, se deja atraer por el sermón, la música y el aire sacramental del templo. Presumo que esa fachada de doble cúpula, sus vitrales opacos, su enormidad, han llegado a convertirse con los años en la medida de su tiempo, como si el correr del día, el fluir del río Negro, la puesta del sol, la rotación de la tierra y el toque de campana fueran de algún modo definidos por ese perene devenir de las manecillas. No sé su nombre, pero sé discernir sus gestos a la distancia, la magnitud de su aislamiento, su mutismo regular entre la gente. Cuando se aleja, siempre a las seis y treinta, no dudo que habré de verlo otra vez a la misma hora, en el mismo sitio, con la misma ropa de hoy repitiéndolo todo, repitiéndose a sí mismo como yo he sabido repetirme: siempre abalanzado sobre un pedestal vacío, siempre en mi grito de guerra, aporreado siempre por el sol.

    V

    Arenas, Arenas, Arenas Betancourt. Habérsete ocurrido esta pose. ¿Épica? ¿Inspiradora? Sí, ¡a qué negarlo! Pero es que siento que se me parte en dos la espalda. Y mi caballo, si hablara, relincharía así mismo un tremendo ¡basta!, se dejaría derrumbar, suplicaría descanso, mudaría de gesto y sucumbiría contra el suelo duro con sus copiosas y ondulantes crines. Piensa no más lo que sentimos, ponte en nuestros zapatos: casi seis décadas igual. Mas no me quejo; que ya te debo tanto. ¿Recuerdas el día memorable de mi aparición? Mi gloria fue tuya, tu júbilo mío. “Armas a discreción, paso de vencedores”, titulaban los periódicos. ¡Cómo vibró el aplauso! ¿Recuerdas? Un Presidente con voz de León nos bendijo al ritmo de palabras formidablemente improvisadas cuando el telar que me ceñía a seis metros de altura cayó hondeando hasta la tierra. Eran las tres de la tarde del 11 de diciembre de 1964. ¡Qué día! Lograste que volviera a mi memoria el pregón varonil de los 2.300 hombres de división que, 140 años y 2 días atrás, marchaban a mi orden hacia las pardas colinas de Ayacucho. Me hallé de nuevo elogiado, retumbó otra vez en mis oídos la bravura en la Pampa de Quinua, el arrojo colosal al que valientes nos asimos para partirle en dos la honra a los bastardos realistas que brotaban como hormigas en hilera de las montañas. Te venero, amigo. Fue devuelto mi triunfo cuando me izaste como a trofeo cardinal en el corazón de mi Ciudad Santiago de Arma de Rionegro. Por ti, barbado Arenas, es más común para las gentes mi colosal apodo: León me llaman, Héroe me nombran. Así, en razón a la gratitud, creo justo confesar mi deuda: te debo nada más que ocho toneladas y media de abrazos, un amigo sin nombre, el todopoderoso frío de la soledad, la fortuna de bañarme en el negro oleaje del tiempo, un ejército de misas, el eterno relincho de mi caballo, la envidia del beso de una prolongada despedida, el robusto aleteo de las palomas y el país soñado. Este grito que nunca he dejado de alzar reclama para mi Patria descabezada un monumento en honor, ya no a mí, ya no a Córdova, sino a este pueblo y a la tarde común y liviana que se rompe a mis espaldas sobre el negro horizonte.

    Daniel Santa Isaza: Docente de cátedra en el Área de Literatura de la Universidad de Antioquia. Magister en Literatura. Egresado del pregrado de Comunicación social-Periodismo de la misma institución. Coautor del poemario Arpa Doppia (2005).
    Daniel Santa Isaza: Docente de cátedra en el Área de Literatura de la Universidad de Antioquia. Magister en Literatura. Egresado del pregrado de Comunicación social-Periodismo de la misma institución. Coautor del poemario Arpa Doppia (2005).

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